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El arzobispo exhumado

Este es un fanfic de la backstory de Melquíades, el arzobispo exhumado, un jefe de Blasphemous

El monaguillo aterrado me trajo al balcón. Se congregaban afuera, dando voces y formando escándalo. Aquella masa de simples no parecía tener una motivación clara, muchos miraban al cielo buscando algo que no estaba allí, entre las nubes grises que lo tapaban al completo. La plaza abarrotada recordaba a las corridas de toros y a otras fiestas, pero el aire que se respiraba no era júbilo, sino tensión.

El monaguillo me informó que llevaban allí un buen rato ya, y, como para quitarse de encima el peso de aquella situación un momento, me dijo que las campanadas sonarían dentro de poco. La gente parecía no haberme visto, no parecían mirar a ningún sitio en concreto. Entonces, escudriñé sus caras, las bocas abiertas y balbuceando ruidosamente, los ojos perdidos y vacíos, pero a la vez llenos de una especie de luz, los movimientos de los cuerpos erráticos y torpes, como los de un borracho.

Entonces sonaron las campanas. Justo en el primer repique, todos aquellos allí en la plaza miraron al cielo, no a mí, ni a la torre del campanario, sino al cielo, y alzaron las manos hacia él, con una gran devoción y un sentimiento tan profundo, algunos hasta se arrodillaban o estallaban en lágrimas o risas dolorosas. Por los destellos vi que muchos llevaban cosas de metales preciosos y joyas: anillos, pulseras, colgantes, diademas, broches… y los agitaban en sus manos como esperando algo.

Me eché la mano a la boca, y el monaguillo dió un salto, asustado. Aquellas marcas, aquella visión me recordó a algunos relatos que había oído, tanto de compañeros religiosos como de simples laicos. Era posible que estuviera presenciando la obra mística e inescrutable del Milagro, pero no sabía lo que iba a ocurrir después, no sabía qué podrían designar las Altas Voluntades, que en sus caprichos se desvela su sabiduría.

Las campanas seguían tocando, y aquellos fieles, aquella visión tan espantosa como bella y divina, seguían postrándose y suplicando en lamentos sin palabras al cielo, a algo que quizás solo ellos veían con sus ojos brillantes por la fe. El monaguillo se había marchado de mi lado, sin darme yo cuenta, y yo mismo no pude evitar soltar una lágrima de la emoción.

Las campanas pararon. La masa volvió su cabeza colectivamente al portón de la entrada principal de este santo santo edificio, y empezaron a cantar algo, siguiendo un ritmo. Era una palabra, larga, que salía a la vez de todas aquellas bocas. Me di cuenta de que más gente empezaba a llegar, que inundaban las calles contiguas a la plaza, todos fijando su mirada hacia el portón. Decían algo que me temía, decían “Melquíades”.

Inmediatamente tras darme cuenta de esto, abandoné el balcón y salí corriendo en busca de los otros clérigos. “¡Melquíades, Melquíades, Melquíades!” Grité para que acudieran los monaguillos, y bajé las escaleras a toda prisa, sintiendo como el palio fluía con la celeridad de mi paso. Un sonido estremecedor que retumbó por toda la catedral salió del portón principal: habían empezado a golpearlo para tirarlo abajo.

Todos mis miedos empezaban a hacerse verdaderos, sabía que aquel día podría llegar, y llegó hoy, de todos. Pero así son los caminos del Milagro, torcidos y divinos. Sabía que oponer resistencia era, en realidad, inútil, pero mi cuerpo y alma no han soportado todos estos años como para no defender mi puesto y esta misma catedral, con todos sus clérigos dentro.

Los golpes no cesaban, y ahora se intercalaban con el ritmo de los gritos vocativos de aquel viejo nombre, de tal manera que primero iba un golpe, luego una llamada, y luego otro golpe, y otra vez las bocas llamaban su nombre.

Al cruzar el edificio y pasar el altar mayor, vi que todo el mundo ya había empezado lo que yo tenía en mente mandar: coger todo que fuera de suficiente peso y colocarlo contra el portón para hacerlo resistir más. El monaguillo de antes también estaba allí, y con una mezcla de miedo terrible y suma preocupación en la cara, ayudaba a otro a mover un pesado banco de madera. Allí pronto se acumularon toda clase de objetos, que en otro momento habían sido puros y sacros, intocables e inestimables. Grandes candelabros de pie hechos de la plata mejor trabajada, todos los bancos, de tan buena madera y tan bien tratada, y también sillas, taburetes, muebles pequeños…

Ya no había nada más. El portón estaba cediendo. Los golpes no cesaban, así como los gritos. Estábamos nerviosos. Algunos huyeron, escaparon por otros accesos, llevándose lo que podían salvar. Otros se quedaron. Yo me arrodillé, cerré los ojos, y recé.

Rezo para que el Milagro me escuche y decida cambiar sus órdenes, que los santos suelos del edificio no se encuentren con los pies de aquella multitud violenta y fervorosa. Pero el ruido y los golpes siguen. La madera está empezando a ceder, en algunos puntos se dobla hacia mí, formando cuñas, picos y contornos. Los pernos y bandas de metal se doblaban y ceden también, y por todas partes se forman huecos y grietas en las hojas del portón, dejando pasar la luz del exterior, manchando la atmósfera de esta santa catedral.

Me levanto, porque entiendo que el Milagro no atenderá a mis deseos. Hay algo que no estoy entendiendo, que se me escapaba. Aún siendo arzobispo metropolitano, los caminos del Milagro son para mi tortuosos. El monaguillo de antes está allí todavía a mí lado. Sigue teniendo miedo, debe ser un adolescente. No hay mucha más gente, pero me figuro que es mejor que salgan ellos de allí.

El monaguillo se niega, el resto me obedece. Dice que quiere quedarse conmigo, que defenderá la catedral de los salvajes de afuera. Mirándolo a la cara, me doy cuenta de mi propia edad. Bajar la escalera con aquella prisa no fue fácil, casi tropiezo y me caigo, y apenas pude ayudar con un ligero portacirios. Quizás el Milagro viene a llevarme a mí, al otro lado del Sueño.

Un ruido me saca de mis cavilaciones y nos hace girar la mirada súbitamente. Un brazo ensangrentado ha atravesado la madera de un puñetazo.

Cojo al monaguillo de la manga y le tiro para irnos. Sigue negándose, dice querer quedarse a morir. Lo miro una última vez a los ojos, y me doy cuenta. Quieren exhumar a Melquíades, el antiguo arzobispo. Lo buscan, y al final lo encontrarán.

Salgo corriendo de allí tras despedirme del monaguillo, que se queda delante del portón que ya empieza a doblarse mucho hacia el interior, como si aplicaran una gran fuerza desde arriba. Aquella visión me hizo preguntarme si se estaban apilando unos sobre otros, formando una especie de masa que acabaría por tirar la madera abajo.

Mientras corro, o más bien ando tan rápido como mis viejas piernas me lo permiten, vuelvo la mirada hacia la entrada principal y el monaguillo. Está como yo hace unos instantes, rezando, pidiéndole algo al cielo. Aquella figura noble y calmada resalta contra la locura que intenta abrirse paso hacia dentro.

Llego por fin a las catacumbas, tras el altar mayor. La entrada está en un pasillo desde el que se ve una parte del portón. Me dispongo a entrar cuando oigo un estruendo enorme, una hoja del portón ha caído, partida por la mitad de tal manera que cae sobre la pila de objetos haciendo una rampa. La masa fervorosa se abre paso, y entre sus gritos oigo el del monaguillo, que el Milagro ha visto necesario llevarse antes que a mí, un viejo que se aferra a una silla y una prenda.

Cuando me asomo ya es demasiado tarde para ver nada, solo a todos aquellos seres sin voluntad más que la del Milagro, avanzando hacia la cripta del osario como si fueran ellos mismos clérigos, familiarizados con la catedral. Para entonces no me cabe duda de que el Milagro es tan cruel como bueno.

Bajo los escalones cortados en la piedra portando un farol en una mano mientras me asgo a las frías paredes. El tumulto de acerca. La cripta es grande y está decorada, propio de una catedral tan importante. La tumba de Melquíades, cuyo nombre resuena ya hasta en mi propia cabeza, no está lejos. Entro en su pabellón, y allí encuentro la tumba. Una estatua de mármol en su imagen descansa sobre la fría envoltura como si durmiera. Los gritos se oyen a la entrada del osario.

Salgo afuera, al pasillo lleno de nichos y entradas a pabellones, levantando el farol para que, si todavía podían ver algo, vieran mi cara de orgullo. “¡Venid a mí! ¡No os temo! ¡Yo soy el arzobispo! ¡Y esta es mi catedral!”